Cuando Dafne llama a la puerta,
Koldo está a punto de responder que está dormido, o de no responder. No le
apetece enzarzarse en otra discusión. Luego recapacita; después de todo, a ella
le queda poco para irse a trabajar, de modo que se pone una camisa y abre la
puerta con desgana.
-Buenas...
Ella
pasa sin dirigirle la palabra, se sienta en la cama y espera a que él cierre la
puerta. Entonces, lo dice:
-Me
quedo aquí en Navidad. Me pagan dobles los turnos y no puedo pagarme el billete
a Tenerife.
-¿Quieres
dinero? Yo estoy peor que tú, ya lo sabes.
-Joder,
Koldo, a veces creo que lo haces a posta.
-¿Y
ahora qué he hecho mal? Joder, contigo uno nunca sabe...
-Pues
nada, si no sabes, mejor me voy a currar y te lo piensas un poco, guapo.
Dafne
se levanta como un ciclón, atraviesa la habitación y se pierde tras un portazo.
Koldo se queda petrificado en la habitación. Mientras tanto, Alex se entrega a
una nueva tanda de sexo con su novio que retumba en toda la casa.
A partir del 15 de diciembre, la
gente empieza a abandonar Oxford. La ciudad está preciosa: la iluminación, los
villancicos, el ambiente, los conciertos... Hay pequeños mercados callejeros
donde probar productos típicos y comprar recuerdos para la familia y amigos.
Koldo y sus amigos aprovechan un fin de semana para hacer una escapada a
Londres, la capital, para respirar la magia de la gran ciudad volcada en el
manido espíritu navideño.
A
menudo hay fiestas de despedida para los Erasmus y otros internacionales que se
van a sus casas, como la "fiesta oficial" donde quedaron juntos para
comerse las uvas, besarse bajo el muérdago, cantar villancicos en diez idiomas
y repartir regalos navideños, que Papá Noel siempre llega antes a los destinos
Erasmus.
Se
van todos, primero los asiáticos que deciden no quedarse -son muchos porque el
viaje es costoso y prefieren vivir la experiencia en su destino Erasmus para
aprovechar más la oportunidad que tienen-, más adelante los americanos y poco a
poco los europeos, cada uno a una punta del continente. Las casas se quedan
vacías durante unas semanas, las noches más muertas, sólo quedan británicos en
los barrios que también irán a casa en los días especiales. Así es
prácticamente en todo Oxford salvo en una casa. En una casa, en una cama, Dafne
y Koldo desafían al frío y a la nostalgia, a las tripas y al corazón. Juntos,
son leyenda.
Un
día, Koldo lo vio claro. Si de veras estaba tan enamorado, si con Dafne había
logrado olvidar a Elisa, no cabía duda. No la iba a dejar tan sola en ese
invierno inglés, lejos de todo lo que conocía, porque desde el día en que se
conocieron en el aeropuerto se convirtieron en patria de cada uno. Dafne lloró
mucho cuando Koldo le contó sus planes de quedarse junto a ella por amor, no
por desconfianza o miedo, sólo por necesidad. Sería terrible no poder volver a
Irún con la familia esa navidad como hacía todos los años, como era tradición
desde niño, pero valdría la pena amanecer juntos, reescribir el mundo y la
ciudad a su antojo.
Desde
entonces, todas las mañanas desayunaban a lo grande: tortitas, crêpes, tostadas
con mermelada casera y mantequilla galesa, callejeaban cuando ella no trabajaba
juntos de la mano, visitaban exposiciones, museos, conciertos, locales donde
por Navidad regalaban cosas. Los días libres, viajaban a los alrededores y
hacían excursiones. Los paisajes salvajes de la campiña inglesa eran hermosos
por lo distintos de España.
Cuando
hablaban con sus familias, daba la sensación de que dentro de casa lloviera más
que fuera, porque cuando no eran reproches, eran llantos, cuando no gritos,
deseos y promesas. Les llegaron decenas de postales y felicitaciones navideñas,
tan solos los imaginaban sus amigos Erasmus, sus amigos españoles, sus
familias, y paquetes con jamón y embutido y turrón de chocolate y una caja de
mantecados. Juntos, en fin, sobrevivieron. Cenaron en restaurantes de postín
los días grandes, viajaron por toda Inglaterra y brindaron con champán francés
y sidra inglesa, compartieron momentos familiares a través de Skype, a veces se
aburrieron cuando no había nadie a quien acudir, pero no lo lamentaron.
Sólo
eran dos, pero sobraba el mundo.
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